Definición de pecado


En el griego clásico, el término hamartía expresa, en esencia, la profunda idea de errar en el blanco, de desviarse del propósito para el cual el ser humano fue creado. Esta palabra, traducida como “pecado”, representa mucho más que una simple falta o transgresión: constituye un diagnóstico espiritual, una realidad existencial que afecta a todo ser humano sin excepción. Como afirma la Escritura en Romanos 3:23, “por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios”; también en Romanos 7:14 y Gálatas 3:22 encontramos este testimonio. No se trata de una enfermedad que unos padecen y otros no, como si fuera una dolencia física que afectara solo a algunos. No. El pecado es una condición universal, un estado espiritual que impregna la vida de cada ser humano, envolviéndonos a todos y haciéndonos culpables ante un Dios justo.

No podemos tratar el pecado como si fuese una simple erupción esporádica, una conducta aislada o una decisión desafortunada. En realidad, es un estado profundo, una condición permanente que define la naturaleza caída del hombre. El pecado no es solamente lo que hacemos; es también lo que somos sin la intervención de la gracia divina. Vivimos en una era en la que esta verdad ha sido deliberadamente ignorada o suavizada por discursos terapéuticos que no alcanzan a tratar la raíz del problema.
Durante los últimos siglos, y especialmente en las últimas décadas, hemos sido testigos de transformaciones dramáticas en la estructura mental y moral de nuestra sociedad. Las guerras, las revoluciones, las crisis ideológicas y los avances tecnológicos han dejado una huella profunda, cambiando la manera en que las personas piensan, sienten y deciden. Cada uno de estos eventos ha contribuido a una creciente sospecha hacia los valores tradicionales que, por generaciones, sirvieron de cimientos éticos y espirituales para la humanidad. En nuestros días, cada vez más personas, movimientos e ideologías afirman que no hay necesidad de Dios, proclamando que “no somos más que el resultado del ambiente y de la selección natural”. Esta perspectiva materialista y reduccionista ha favorecido el surgimiento de conductas que socavan los valores morales: la revolución sexual, los movimientos contraculturales, las manifestaciones estudiantiles, el uso generalizado de anticonceptivos, entre muchas otras manifestaciones, han contribuido a una cultura del rechazo hacia todo lo que emane de principios bíblicos.
Como consecuencia, el hombre moderno ha optado por darle la espalda a las normas bíblicas, que han sido la inspiración de muchos de los códigos civiles que rigen nuestras sociedades. Es doloroso y lamentable constatar que la mayoría de los desórdenes morales —conductas como las borracheras, la sodomía, el adulterio, la zoofilia, la pedofilia, la idolatría, el robo, entre otros— hoy se presentan ante la sociedad disfrazados bajo términos terapéuticos o filosóficos, que lejos de sanar, han anestesiado la conciencia colectiva, impidiendo ver con claridad el estado de degradación y miseria espiritual en el que estamos inmersos.
Las Escrituras nos advierten con sobriedad: “Si fueren destruidos los fundamentos, ¿qué hará el justo?” (Salmo 11:3). Esta pregunta resuena con fuerza en medio de la confusión de nuestro tiempo. La sociedad debe, con urgencia, abrir sus ojos y corazón para reconocer que estamos profundamente enfermos y necesitamos una sanidad que trascienda lo físico y lo psicológico. El profeta Isaías lo expresó con crudeza pero con verdad: “Toda cabeza está enferma y todo corazón está doliente. Desde la planta del pie hasta la cabeza, no hay en él cosa sana, sino herida, hinchazón y llaga podrida...” (Isaías 1:5-6).
A pesar de esta sombría realidad, hay esperanza. El evangelio de nuestro Señor Jesucristo no solo nos muestra nuestra condición, sino también la solución que proviene del cielo. Isaías 53:4 nos recuerda: “Ciertamente él llevó nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores”. El Hijo de Dios asumió sobre sí mismo las consecuencias de nuestra rebelión, ofreciendo una salida, una redención, una sanidad integral. El poder de Cristo no se limita a teorías religiosas; se manifiesta en hechos concretos, como lo relata Lucas 4:40: “Al ponerse el sol, todos los que tenían enfermos de diversas enfermedades los traían a él; y él, poniendo las manos sobre cada uno de ellos, los sanaba”.
Si estas palabras han tocado tu corazón, si han logrado aclarar tus dudas y confrontarte con tu realidad, entonces quiero invitarte con amor, sinceridad y urgencia a abrirle la puerta a Jesús. Recíbelo como tu Salvador y Sanador, como aquel que puede restaurar lo que está roto y redimir lo que parecía perdido.
Con profunda convicción en la gracia transformadora de Cristo,

Leonardo Sánchez Ibacache
Pastor
Ministerio Micreasol



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